Ryan logró derrotar a Pinoccio de Love Guardians tras una intensa y agotadora batalla. Sin embargo, justo cuando el público aún contenía la respiración por la hazaña del hijo de la dragona, Lovette apareció sin previo aviso, tan sigilosa como letal, y en un abrir y cerrar de ojos, derribó a Ryan, eliminándolo del torneo con un solo ataque.
Hace unos años, en uno de los orfanatos del norte de Leafsylpheria, a dos días andando desde Accusancta.
Aquel lugar, encajado entre las colinas áridas de una región olvidada, era un edificio gris de piedra erosionada, con ventanales rotos y tejados vencidos por el tiempo. El jardín, que en algún momento debió albergar juegos infantiles, estaba cubierto de maleza. Las paredes interiores rezumaban humedad, y el aire olía a incienso rancio y sopas aguadas. El orfanato era administrado por monjas de rostro severo, más dadas a la disciplina que al cariño.
Allí yacía la pequeña Lovette, una niña silenciosa que vivía en ese lugar desde que tenía uso de razón. No recordaba a sus padres, ni a nadie que alguna vez la hubiese llamado por su nombre con ternura. Mientras otros niños jugaban, peleaban o eran llevados por familias adoptivas, ella pasaba los días sentada en la esquina más tranquila de la biblioteca, hojeando libros polvorientos sin emoción aparente. No tenía amigos. No los buscaba. Nadie la elegía.
Veía cómo los demás se iban uno a uno, entre abrazos y promesas. A ella nunca le tocaba. No lloraba por ello. Simplemente... permanecía.
Su mundo era un silencio constante, roto solo por las voces de personajes que vivían en páginas antiguas, y por el murmullo tenue de la lluvia filtrándose entre las grietas del techo.
Pese a todas las dificultades que la vida le había impuesto, Lovette tomó una decisión sencilla, casi instintiva: no destacar. Aprendió a mantenerse serena, a no levantar la voz, a no causar alboroto. A los ojos de las monjas y de los escasos visitantes del orfanato, era una niña educada, tranquila, sin problemas. Pero tras esa fachada, ella sabía muy bien que en aquel lugar ocurrían cosas que no tenían sentido.
Los niños que no eran adoptados y cumplían los diez años comenzaban a desaparecer. Una noche estaban ahí, durmiendo en su litera, y al día siguiente ya no quedaba rastro de ellos. Nadie hablaba del tema. Las monjas actuaban con total normalidad, como si nunca hubiesen existido.
Peor aún: cuando esas desapariciones ocurrían, Lovette notaba un cambio silencioso pero evidente. De pronto había más comida, más mantas, incluso una pequeña mejora en el estado del edificio. El dinero aumentaba. ¿Cómo? ¿Por qué?
La pequeña lo sospechaba. No sabía exactamente qué pasaba, pero sí sabía que no era bueno. Y, aun así, se obligó a ignorarlo. Pensaba que no tenía sentido buscarse problemas, no en un sitio donde ser invisible era la mejor forma de sobrevivir. Prefería seguir leyendo sus libros y esperar. Esperar con todo el corazón que, algún día, una familia viniera por ella. Que la sacaran de allí. Que tuviera un hogar, uno de verdad.
Pero ese día nunca llegó.
Cuando se acercó su décimo cumpleaños, una inquietud muda se apoderó de ella. Pasó el día entero en tensión, fingiendo estar bien, observando cada rincón, cada gesto. Sabía que algo iba mal. Sabía lo que le pasaba a los niños como ella. Cuando cayó la noche, no logró dormir. Se quedó despierta, con los ojos bien abiertos, paralizada por el miedo. Y fue entonces cuando lo sintió: unas manos frías la sujetaron con fuerza por las piernas y de los brazos. No tuvo tiempo de gritar. Eran las monjas.
Sin decir palabra, la arrastraron a través del pasillo, en completo silencio, como si todo estuviese planeado. Lovette vio la puerta trasera abierta, y más allá, una furgoneta negra con el motor encendido esperándola bajo la luz temblorosa de una farola.
Aquel fue el momento en el que su infancia terminó.
Una vez que la pequeña fue introducida en la furgoneta, aún forcejeando sin éxito, se encontró con algo aún más desconcertante: no estaba sola. En el interior había dos hombres de rostro inexpresivo, vestidos con batas blancas y guantes quirúrgicos. No hablaban entre ellos, ni con las monjas que la habían entregado.
Uno de ellos simplemente se giró y abrió una pequeña maleta de cuero, de la cual extrajo un saco de tela gruesa que emitía un sonido inconfundible: monedas. Muchas. Lo dejó caer en las manos de una de las religiosas, que lo recibió con tranquilidad, casi con costumbre. Fue entonces cuando Lovette, por primera vez, comenzó a entenderlo.
Las monjas no cuidaban niños. Los criaban como ganado.
Cada niño que no era adoptado, cada pequeño que alcanzaba los diez años, era "vendido". Esa era la razón por la que el orfanato mejoraba de repente. La razón por la que el personal nunca parecía sufrir con los recortes del gobierno. No era un hogar, era un negocio. Y ella, como todos los demás, solo era una inversión más.
A partir de ahí, todo ocurrió muy deprisa. La furgoneta atravesó la carretera de madrugada, internándose en zonas que Lovette nunca había visto antes. No sabía cuánto tiempo pasó —quizás horas— hasta que llegaron a unas instalaciones ocultas en lo más profundo del bosque.
A simple vista parecía un almacén viejo, pero en su interior había tecnología que parecía sacada de otro mundo: pasillos blancos, luces frías, puertas que se abrían solas, cámaras de vigilancia en cada esquina. Un laboratorio secreto. El destino final de tantos niños como ella.
Allí fue donde comenzó su pesadilla.
Ese laboratorio tenía un solo objetivo: experimentar con menores para extraer y amplificar su energía mágica innata. Según decían los científicos, los niños eran como piedras mágicas en bruto, cargados de un poder que ni siquiera ellos comprendían del todo.
Su meta era encontrar la manera de "pulirlos", extraer esa magia, refinarla y devolverla multiplicada. Convertirlos en armas humanas. En superhumanos.
Pero el proceso para conseguirlo era brutal.
A la mayoría los sometían a pruebas invasivas, forzando su mente y su cuerpo hasta el límite. Los encerraban en cámaras de presión mágica, les implantaban conductos de energía, los conectaban a máquinas que drenaban su aura. De los muchos niños que habían pasado por allí, solo tres habían sobrevivido al proceso.
Y de esos tres, apenas uno había sido capaz de volver a usar su magia.
Los otros dos eran poco más que cascarones vacíos: sin voz, sin expresión, sin voluntad. Lovette los veía a veces por los pasillos, sujetos a camillas móviles, con la mirada clavada en el techo como si ya no quedara nada dentro. Aún así, los científicos no desistían. Aquellos que sobrevivían eran catalogados como "proyectos viables" y estudiados sin descanso. Su sufrimiento era una inversión a largo plazo.
Fue poco después de su llegada que comenzó el verdadero tormento.
Lovette, atada a una camilla de acero, fue sometida a la llamada “fase uno”: la extracción de energía mágica. Le colocaron electrodos, agujas, tubos. Le hablaron de forma mecánica, con términos clínicos, como si fuera un objeto más en el laboratorio. No entendía casi nada de lo que decían, pero lo sentía todo. Sentía cómo le arrancaban algo que no era físico, algo que no podía tocarse ni verse, pero que era esencial.
Gritó. Lloró. Suplicó. Y nadie la escuchó.
Durante días enteros, la sometieron a un proceso constante de drenaje, activando campos de presión mágica a su alrededor y haciendo vibrar su cuerpo desde dentro. La energía mágica se acumulaba en esferas de contención, cristalina, viva, como si tuviera conciencia propia. Y, para su desgracia, Lovette no murió.
Su fuerza de voluntad, su deseo de vivir —aunque no supiera por qué—, la mantuvo con vida.
Eso, lejos de darle descanso, solo animó a los científicos a pasar a la fase dos.
Tomaron la energía que le habían extraído y comenzaron a manipularla. Según sus registros, al combinarla con elementos específicos de la tabla periódica, podían alterar sus propiedades. Introdujeron litio para estabilizarla, mercurio para hacerla conductiva, y una extraña aleación mágica muy poco común en Pythiria. Con ello crearon una tinta arcana de tono negro azabache que emitía un leve resplandor cuando era activada.
Y con ella, la marcaron. Diez palabras en un idioma ancestral fueron tatuadas a fuego sobre el brazo derecho de la pequeña, desde el hombro hasta la muñeca.
El proceso fue insoportable. La tinta ardía. La energía vibraba dentro de su cuerpo como una criatura viva intentando desgarrarla desde dentro. Pasó días enteros en fiebre, convulsionando, vomitando sangre, perdiendo el sentido una y otra vez.
Cuando finalmente terminó la fase dos, la dejaron en observación. Le asignaron una habitación solitaria, con paredes acolchadas y cámaras ocultas. Querían ver si era capaz de usar su “nueva” magia. Si era compatible con el sistema que le habían implantado.
Pero durante los tres primeros meses, los resultados fueron un absoluto fracaso.
Lovette no podía controlar nada. Su cuerpo estaba roto. Su mente, fracturada. Las palabras en su brazo parecían cicatrices vivas que le quemaban con solo mirarlas. Intentaron que repitiera hechizos, que manifestara energía, que respondiera a estímulos. Pero era como hablarle a un muñeco vacío. A una sombra. Ella, en ese momento, había perdido toda su humanidad.
Ya no lloraba. Ya no gritaba. Ni siquiera dormía. Solo se quedaba sentada, abrazando sus rodillas, con la mirada vacía y el cuerpo encorvado como un animal salvaje al que le han quitado todo.
Ante la falta de progresos, el equipo de investigación decidió suspender temporalmente el proyecto. Fue devuelta a su habitación original, en espera de que su cuerpo —y quizás su mente— mostraran signos de mejora.
Pasaron meses en los que el tiempo parecía no avanzar, en los que la pequeña permanecía aislada en su celda como un experimento fracasado, un número más entre tantos otros que no habían sobrevivido. Apenas comía. Apenas se movía. Solo existía, entre la oscuridad, los ecos metálicos del laboratorio y los ruidos lejanos de pasos que no venían por ella.
Pero todo cambió una noche.
Estaba sentada en su rincón habitual, con la espalda pegada a la pared acolchada y los ojos fijos en la rendija de metal que separaba su puerta del pasillo. Un sonido distinto rompió la monotonía. Eran gritos. No los de científicos... sino de una niña. Una voz que conocía.
Se levantó tambaleante y se acercó a las barras. Sus pupilas se dilataron al reconocer a la chica que acababan de traer. Era del mismo orfanato donde ella creció. Aunque no hubieran hablado nunca, era capaz de recordarla.
Verla retorcerse, escuchar sus súplicas, sus sollozos desesperados mientras era arrastrada hacia las salas de extracción, encendió algo dentro de Lovette. Un incendio de emociones incontrolable... Sintió cómo su corazón se aceleraba, cómo la sangre le rugía en los oídos... y cómo las palabras tatuadas en su brazo comenzaban a brillar.
Una luz negra y violácea la envolvió. Sus ojos se tornaron carmesí y su cuerpo se elevó unos centímetros del suelo mientras la energía contenida por tanto tiempo se desbordaba sin control. En un estallido visceral, el laboratorio entero tembló.
Tubos, paredes, monitores y cuerpos humanos explotaron por igual en un cataclismo de sombras y fuego. Las cámaras se fundieron. Las alarmas chillaron. Y uno por uno, todos los contenedores con otros niños, las celdas, las salas de pruebas... todo fue consumido.
La energía que Lovette desató no distinguía aliados ni enemigos. Era pura destrucción. Un grito de venganza convertido en poder arrollador. En cuestión de segundos, el lugar quedó reducido a escombros calcinados, con trozos de metal fundido, cadáveres irreconocibles y el olor a carne quemada flotando en el aire.
Lovette se encontraba de rodillas, temblando, con el cuerpo cubierto de polvo, hollín y sangre. Su brazo derecho sangraba profusamente: los tatuajes, que antes brillaban con violencia, estaban ahora agrietados, como si se hubieran resquebrajado desde dentro. Dolía. Todo dolía.
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Presente.
Lovette observó la palma de su mano, marcada por cicatrices y líneas temblorosas de magia aún latente. Sus ojos, apagados y ausentes, se entrecerraron con una mezcla de resignación y certeza.
"Supongo que esto era inevitable... Al fin y al cabo, yo no nací para ser salvada. Nací para convertirme en un demonio."
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Iglesia.
Hansel y Anaxandra irrumpieron en la sala de oración empujando las puertas con fuerza. Sus corazones latían con fuerza. Y entonces, por fin, lo vieron.
"¡¡GRETEL!!" gritó Hansel con la voz quebrada, al reconocer al instante a su hermano gemelo.
"¡Es él! ¡Lo encontramos, al fin!" exclamó Anaxandra, con una sonrisa de alivio y emoción.
El joven, que estaba de espaldas, se giró lentamente al oír su nombre. Su mirada, sin embargo, era vacía… desprovista de toda chispa de esperanza.
Clavó los ojos en Hansel durante unos segundos, en silencio… y entonces, con una voz hueca, preguntó: "¿Tú quién eres?"
El usuario de viento se quedó paralizado, su expresión se rompió en mil pedazos.
"¿Gretel...?" susurró, como si temiera que la verdad ya estuviera frente a él.
Continuará...
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