Bajo el vasto cielo nocturno y en un ambiente impregnado de una creciente confianza mutua, el monje abrió su corazón por primera vez, narrando la historia de su pasado.
El templo Akitazawa, situado en Romevere, se alza desde hace más de cuatrocientos años como un guardián silencioso de dos armas míticas: las legendarias espadas gemelas del cielo y del océano, conocidas como Caléndula y Priscilla. A lo largo de los siglos, numerosas familias se han encargado de protegerlas, pero nunca se había encontrado al portador digno de empuñarlas. Sin embargo, todo cambiaría con la llegada del último linaje asignado al templo: los Pikaria.
Los Pikaria eran una familia de cuatro miembros: el padre, la madre, la hermana mayor, y el pequeño Keichiro. A diferencia de sus predecesores, esta familia eligió romper con la tradición del aislamiento. En lugar de mantenerse al margen, establecieron un vínculo profundo y afectuoso con los habitantes de Romevere, ofreciendo su ayuda siempre que alguien lo necesitaba.
Los hijos Pikaria no solo compartían el aula con los niños del pueblo, sino que también se entrenaban arduamente en el templo. En las tardes, se dedicaban a dominar la magia, controlándola con disciplina y paciencia. Justo antes de cenar, medían sus habilidades con la espada en duelos fraternales, utilizando armas de bambú para evitar lesiones graves.
Rin, la hermana mayor, era una joven con un objetivo claro y ambicioso: convertirse en la próxima cabeza de los Pikaria. Este propósito no solo era complicado, sino casi imposible, debido a la tradición patriarcal de la sociedad de Akitazawa. En toda su historia, ninguna mujer había ocupado un lugar en el gobierno ni liderado alguna de las familias encargadas de proteger las armas míticas.
Sin embargo, ella estaba decidida a romper ese molde. Creía firmemente que, si se volvía lo suficientemente fuerte, nadie podría negarle su derecho a liderar. Su meta no era solo personal; aspiraba a hacer historia como la primera mujer de Akitazawa en alcanzar tal hazaña.
A pesar de su determinación y carácter, Rin nunca fue indulgente con su hermano menor. Aunque le llevaba seis años de ventaja, lo entrenaba con la misma dureza con la que enfrentaría a cualquier rival. Para ella, si realmente quería demostrar su valía, no podía permitirse ser derrotada por ningún hombre, ni siquiera por Keichiro.
Durante años, esa rutina definió sus vidas. La magia de viento de Rin era poderosa y refinada, y su destreza con la espada le permitía imponerse en cada combate de entrenamiento que mantenían al caer la tarde. Los duelos terminaban siempre con la misma imagen: Rin victoriosa, mientras Keichiro aceptaba la derrota con una mezcla de respeto y admiración.
Aquel tiempo de aprendizaje y camaradería forjó no solo sus habilidades, sino también el vínculo especial que unía a los Pikaria con Romevere, un vínculo que definiría el destino de ambos.
Sin embargo, todo cambió cuando el monje cumplió diez años.
Después de años enfrentándose día tras día, el hermano pequeño comenzó a comprender los patrones de su hermana: sus movimientos, su estilo de lucha y hasta sus estrategias más impredecibles. Lo que antes parecía un abismo infranqueable entre ambos empezó a cerrarse poco a poco, hasta que un día, sucedió lo inesperado: Keipi venció a Rin por primera vez.
La hermana cayó al suelo de espaldas, con su mirada perdida y su respiración agitada por el esfuerzo. No podía creer lo que acababa de pasar. Ella, quien siempre había sido la más fuerte, había sido derrotada por su hermano pequeño.
Para muchas personas, una derrota podría ser un simple tropiezo, algo que se supera con el tiempo. Pero para Rin, aquella derrota fue devastadora. En su mente, se desmoronaba la imagen del futuro que tanto había soñado: ella liderando a la familia Pikaria con orgullo.
No era de extrañar. A sus dieciséis años, Rin estaba en una etapa donde las emociones mandaban sobre la razón. Las hormonas, el orgullo y la presión autoimpuesta hacían que cualquier contratiempo pareciera una catástrofe insuperable. Para alguien tan competitivo como ella, perder contra su hermano menor era equivalente a lanzarse de cabeza por un acantilado y estrellarse contra las rocas.
Sus padres intentaron animarla, asegurándole que no era el fin del mundo. Le recordaron que una derrota no definía su valor y que podía recuperar la confianza ganando en el próximo enfrentamiento. Pero la realidad fue mucho más dura para Rin.
Pasaron seis años... y nunca volvió a vencer.
Aquella derrota inicial marcó el inicio de un descenso. La hermana sentía que toda su habilidad, su confianza y su potencial le habían sido arrebatados en un instante, dejándola como una sombra de lo que alguna vez fue. Lo que antes era un sueño inspirador ahora le parecía un objetivo absurdo e inalcanzable.
Este ciclo de pensamientos negativos la atrapó. Mientras Keipi seguía creciendo y fortaleciendo su talento, Rin quedó estancada, incapaz de avanzar. Su chispa se apagó. La joven alegre y decidida que se esforzaba por dar lo mejor de sí en la escuela y en casa se convirtió en una mujer reservada, fría y rodeada de una energía que repelía a los demás.
Aquella noche, mientras contemplaba el cielo a través de la ventana de su habitación, una voz femenina resonó en su mente.
"Si sigues perdiendo... tus padres dejarán de quererte."
Rin giró rápidamente, buscando el origen de aquella voz. Pero no había nadie. Quizás era solo su imaginación, una proyección de sus propias inseguridades.
La puerta de su habitación se abrió con un chirrido y apareció su madre. Con voz tranquila pero firme, le recordó que era hora de bajar a la sala de entrenamiento para su combate diario con espadas.
Rin no tenía opción. Aunque sabía que iba a perder, aunque sentía la derrota como un peso insuperable, se levantó con desgana y se dirigió al entrenamiento, llevando en su rostro una expresión que reflejaba su tormento interno.
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Sala de entrenamiento.
El combate entre los hermanos ya había comenzado.
A diferencia de lo que muchos piensan sobre los entrenamientos con espada, el objetivo no es incapacitar al rival, sino sumar cinco puntos golpeando sus zonas vulnerables o desprotegidas. Rin estaba logrando resistir más tiempo que en ocasiones anteriores, pero el marcador estaba en su contra: Keipi ya tenía cuatro puntos, mientras ella seguía sin conseguir ninguno.
Las espadas chocaron una vez más, y la de Rin cayó al suelo con un estruendo. Estaba completamente desarmada, dejando a su hermano en posición perfecta para dar el golpe final. Fue entonces cuando las palabras de aquella voz femenina resonaron en su mente, frías y crueles:
"Si pierdes... nunca volverás a saber lo que es el amor de tus padres."
Presionada por aquella idea, Rin actuó sin pensar. Extendió su mano hacia el rostro de Keipi y disparó una poderosa ráfaga de viento a quemarropa. La fuerza del impacto lo lanzó contra la pared de la sala, dejando un visible surco.
Rin esbozó una sonrisa, pero esta se desvaneció al instante al escuchar el grito furioso de su padre.
"¡¿Qué haces?!" bramó mientras corría hacia su hijo.
"Rin, ¿te has vuelto loca? ¡Cómo se te ocurre atacar de esa manera a tu propio hermano!" añadió su madre, mientras ayudaba a levantar al muchacho del suelo. "¡Era un entrenamiento, nada más! ¡Con espadas de bambú, por Dios!"
"Y-Yo..." murmuró Rin con voz temblorosa, sus ojos a punto de desbordarse en lágrimas. "Yo... solo quería... ganar..."
Sin decir más, salió corriendo de la sala, dejando atrás a su familia.
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Se encerró en su habitación, escondiéndose bajo las sábanas de su cama. Lágrimas silenciosas se deslizaron por su rostro mientras se repetía, una y otra vez, que era un monstruo por lo que acababa de hacer.
"¿Y qué tiene de malo?" resonó la voz femenina en su mente, con un tono seductor. "Solo luchaste por tu sueño con orgullo. No deberías culparte de esta manera."
"¡Cállate!" exclamó, tapándose los oídos con fuerza.
"Sabes que nunca te apreciaron, porque eres mujer," continuó la voz, ignorando su protesta. "Para ellos, solo eres un peldaño en el camino de Keipi hacia el liderazgo de los Pikaria. Nunca te consideraron digna de portar ese título."
"No es cierto," respondió Rin con un hilo de voz. "Mi país es terrible con las mujeres, pero mi familia... ellos no son así."
"¿De verdad lo crees?" replicó la voz. "Recuerda cuando Keipi te derrotó por primera vez. ¿No viste cómo tus padres desviaron la mirada hacia él, dejando de prestarte atención para siempre?"
Esas palabras perforaron el corazón de Rin, reavivando memorias que intentaba reprimir. Desde aquella primera derrota, había sentido cómo la mirada de sus padres ya no recaía sobre ella. Nadie se preocupó por su cambio de carácter, por las lágrimas que derramaba en silencio cada noche. Incluso ahora, después de haber atacado a su hermano con magia, nadie se preguntó por qué había llegado a ese extremo.
Rin comenzó a llorar desconsoladamente.
"Forja tu propio camino. Yo puedo ayudarte," prometió la voz.
"¿Quién eres?" preguntó la joven entre sollozos.
"Soy quien romperá las cadenas que te atan a Akitazawa. La única que puede ayudarte a destruir el sistema patriarcal de tu país," respondió. "Ven a buscarme en la sala del sello. Te estaré esperando."
La presencia desapareció, dejando a Rin sola en su habitación.
"La sala del sello..." murmuró con un nudo en la garganta. "¿Dónde están las dos espadas gemelas?"
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Poco después, Rin se secó las lágrimas y descendió las escaleras con sigilo. Al pasar cerca de la cocina, notó que la luz estaba encendida y se detuvo a escuchar la conversación.
"Esta niña... ¿Cómo se le ocurre hacerle algo así a Keichiro? ¡Usar magia de viento directamente en su rostro!" se quejaba su padre, visiblemente molesto.
"Bueno, solo quería ganar. Aunque se le fuera la mano," respondió Keipi, tratando de suavizar la situación.
"Kei, no es tan simple," dijo su madre mientras revisaba el horno. "Debes aprender a ser firme, hijo. Eres el próximo cabeza de la familia Pikaria, y no podemos permitir que se pase contigo."
"S-Sí..." respondió Keipi, aunque su voz denotaba inseguridad.
Al escuchar esas palabras, Rin sintió cómo su última chispa de duda se extinguía. Mordiendo sus labios para contener las lágrimas, retrocedió en silencio y salió al patio. Cruzó el jardín, el lago y la cascada, hasta llegar a la sala del sello, donde descansaban las espadas gemelas.
"Sabía que vendrías. ¡Jajajaja!" exclamó la voz femenina al instante.
"¡Sí, estoy aquí!" gritó Rin con furia, sus lágrimas brotando de nuevo, pero esta vez cargadas de ira. "¡Dame tu poder! ¡Sal de tu escondite de una vez!"
"No estoy escondida, idiota. ¡Estoy justo frente a ti!" replicó la voz con sarcasmo.
De repente, la espada de empuñadura dorada y filo verde, conocida como Caléndula, comenzó a flotar.
"Tú..." murmuró Rin, anonadada.
"Sí... ¡Soy el arma mítica, Caléndula!" proclamó la voz con orgullo.
Continuará...