Mientras el Majestuoso Torneo de Lucha de Aspasia continuaba con sus siguientes enfrentamientos en el coliseo, en uno de los hoteles más apartados de Accuasancta, la calma reinaba en una habitación en penumbra.
Anaxandra yacía recostada sobre la cama, con la respiración pausada, casi imperceptible. Su rostro, bañado por la suave luz que se colaba por la rendija de la cortina, mostraba cierta paz… aunque sus párpados temblaban como si algo perturbador se agitara en su interior.
Frente a ella, una figura se quitaba con cuidado los guantes quirúrgicos manchados de sangre.
"Uff... Al fin terminé con ella," suspiró Nicole, dejándose caer sobre una silla cercana mientras se pasaba una mano por el cuello. "Si hubiéramos tardado un poco más en encontrarla, estaría en el otro barrio con una herida como esa."
Caminó hasta la cama y, con una delicadeza que contrastaba con su tono despreocupado, acomodó las sábanas sobre el cuerpo de la joven inconsciente.
Apagó la luz de la mesilla con un leve clic antes de salir de la habitación y cerrar la puerta tras de sí.
Nicole bajó por el pasillo con las manos en los bolsillos. Su estómago rugía con fuerza, recordándole que llevaba horas sin comer. Sin embargo, no podía evitar lanzar una última mirada de reojo hacia la puerta cerrada.
Anaxandra se había salvado. Pero solo por poco.
Y, mientras su cuerpo comenzaba a sanar, su mente se sumergía lentamente en un abismo más profundo.
"Mamá…" susurró entre dientes, aún inconsciente, mientras se agitaba levemente sobre las sábanas.
Su ceño se frunció, y una lágrima solitaria resbaló por su mejilla.
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Aun así, Anaxandra se negó a ver a su madre como un monstruo. Para ella, Aspasia no era una fanática sin corazón, sino un ser de luz cegado por una fe inquebrantable. Y fue esa convicción la que la llevó a tomar una decisión inusual para una niña: no marcharse. Permanecer a su lado. Intentar cambiarla, poco a poco.
Y por ello, desde muy pequeña, se obligó a dar más de lo que cualquier niña debería.
Estudiaba con ahínco, sacando las mejores notas del colegio. Pero cada vez que intentaba enseñárselas a su madre, esta apenas alzaba la vista de sus cánticos. No le enseñó a cocinar, no la acompañó jamás a una actividad extraescolar. Ni una sola vez asistió a sus partidos de fútbol, aunque Anaxandra metiera el gol de la victoria.
Llegó un punto, ya en la adolescencia, en el que pensó seriamente en rendirse.
Parecía imposible arrancarle ese velo de los ojos. No había forma de competir contra el fervor que su madre profesaba a Yumeith. Y por primera vez, comprendió por qué sus hermanos habían huido sin mirar atrás.
Pero justo cuando estaba al borde de abandonar… encontró una luz.
Una tarde, se coló sola en la capilla de la iglesia y se arrodilló frente al altar. No sabía si funcionaría, pero rezó. No por ella, sino por su madre. Le pidió a Yumeith, entre susurros, que le ayudara a que Aspasia volviese a ser, simplemente, una madre.
Entonces, escuchó pasos.
La puerta principal se abrió y Aspasia entró. Al verla, Anaxandra sintió una punzada de decepción. Sabía que la ignoraría como siempre, así que ni siquiera le habló. Simplemente siguió rezando.
Pero para su sorpresa, la suma sacerdotisa se detuvo a su lado.
"Las rodillas tienen que estar juntas, el culo un poco más levantado y los dedos entrelazados a la altura de la frente… Si no, no estarás rezando correctamente."
Lo dijo con una dulzura desconocida. Era la primera vez que su voz no sonaba distante o severa, sino... cálida.
Aquel pequeño gesto cambió algo en el corazón de Anaxandra.
Entendió que, tal vez, la única forma de alcanzar a su madre era a través del único canal que ella reconocía: la fe.
Desde entonces, se sumergió por completo en los rituales. Memorizó escrituras, aprendió cánticos, realizó ofrendas. Y poco a poco, Aspasia empezó a verla. A enseñarle. A sonreírle. Por fin compartían algo. Por fin se sentía amada.
Durante años, Anaxandra vivió lo más parecido a una relación madre-hija. No la tradicional, sino una teñida de incienso, plegarias y silencios compartidos frente a un altar. Y para ella, eso era suficiente.
Hasta que descubrió lo que tramaba con el Nuevo Testamento.
Cuando su madre le reveló su plan —provocar el fin del mundo para forzar a Yumeith a descender y salvarlo—, todo se tambaleó.
Anaxandra no quería que el mundo ardiera. Solo quería una madre normal. Una madre que la abrazara sin que hubiera un dios de por medio. Pero sabía que si alzaba la voz, si la contrariaba siquiera, Aspasia la desecharía sin pensarlo. Como ya había hecho con todos los demás.
Así que calló. Tragó saliva. Y decidió actuar desde dentro.
No para traicionar a su madre, sino para salvarla. Para impedir que se convirtiera en la villana que el mundo detestaría. Porque, pese a todo… Anaxandra seguía creyendo que dentro de su madre aún latía un corazón humano.
Y estaba dispuesta a demostrarlo.
Coliseo.
Era el turno de Rituals, el equipo liderado por Takashi. Actualmente se disputaba la ronda de dos contra dos, con Lola y Carter enfrentándose a las hermanas gemelas de nariz alargada del equipo Outlaws.
Las contrincantes atacaban al unísono, blandiendo filosas hachas. Una de ellas se agachó con velocidad felina mientras la otra alzaba su arma, intentando golpear desde ambos ángulos.
Pero Lola reaccionó al instante. Movió los dedos con precisión y sus varas de acero chocaron contra las hachas enemigas: una fue estampada contra el suelo y la otra desvió su trayectoria hacia el cielo. Fue entonces cuando Carter juntó las palmas y conjuró un lobo gigantesco, cuyo alarido estremeció el aire. El rugido fue tan poderoso que obligó a las hermanas a retroceder varios metros.
Las gemelas se miraron entre sí, jadeantes, cubiertas de sudor. A pesar del cansancio, no estaban dispuestas a rendirse. Sin decir una palabra, unieron sus hachas, y gracias a su magia, las fusionaron en una sola arma de doble filo. Acto seguido, con una patada, la lanzaron girando a toda velocidad, como un proyectil giratorio capaz de partir en dos a cualquiera que se interpusiera.
Carter no perdió el tiempo. Su invocación anterior se desvaneció en humo y, con un nuevo gesto, trajo al campo de batalla a un lobo samurái. El guerrero lupino empuñaba una larga katana y, con un único tajo certero, partió el proyectil en dos mitades brillantes que se deshicieron en el aire.
Aprovechando la apertura, Lola dio un salto y se impulsó sobre una de sus varas, deslizándose por el aire como si surcara una pista invisible. Volaba directa hacia las gemelas.
Las ocho varas se posicionaron frente a sus enemigas. Con un chasquido seco de dedos, activó su ataque final: una onda de choque cálida y expansiva que estalló frente a ellas. Las hermanas salieron disparadas hacia atrás, derrotadas por el golpe decisivo.
"¡Y los ganadores son Lola y Carter de Rituals!" gritó la presentadora, mientras el público estallaba en vítores.
Los dos bajaron del cuadrilátero y chocaron las manos en señal de victoria.
"Buen trabajo." sonrió Viktor al recibirlos.
"La verdad es que eran buenas, pero supimos leer bien sus movimientos." comentó Carter, con serenidad.
"¿Qué dices? ¡Si eran unas torpes, jajajaja!" se burló Lola, sacando la lengua.
"Esta tía... siempre sin ningún decoro." resopló Carter, cruzándose de brazos.
"Bueno... Ahora es mi turno, ¿no?" sonrió Takashi, mientras Jasper adoptaba la forma de una katana entre sus manos.
"Ten cuidado, jefe... El líder de Outlaws tiene buena fama como guerrero en los países del norte." le advirtió Viktor.
"Lo sé... Pero... ¡no perderé!" dijo Takashi con orgullo mientras comenzaba a subir las escaleras hacia el combate.
En el lado opuesto, su oponente ya se dirigía al ring. Era un hombre de aspecto peculiar: calvo en la parte superior de la cabeza, pero con una melena espesa que caía por los lados. Llevaba una larga barba y bigote de tono azul marino, y vestía como un simple campesino. Pero su sola presencia imponía. No hacía falta magia para saber que aquel hombre era bastante fuerte.
"¡Takashi de Rituals contra Rito de Outlaws! ¡Que empiece el combate!" anunció la presentadora con voz vibrante.
Continuará...
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