"Vaya, vaya... Si no es la ratita que dejé escapar la última vez", comentó Xiphos relamiéndose la sangre de los dedos. "¿Vienes a morder el polvo?"
"Para nada", respondió la espadachina, firme y serena. "He venido a enseñarte lo que es perder… ante una nueva leyenda."
De pronto, ambos desaparecieron de la vista en un destello de velocidad. Un instante después, chocaron sus espadas en el aire, desatando una onda de presión que sacudió el entorno.
"¡Me va a despeinar!" gritó Cecily ligeramente molesta, aún inmovilizada.
"¿¡Esa es tu mayor preocupación!?" le respondió Ryan, atrapado unos pasos más atrás.
Los combatientes se separaron tras el primer choque. Yumeki aprovechó para observar rápidamente a sus compañeros. Sus ojos se detuvieron en las sombras atravesadas por los filos enemigos.
"Es verdad, primero tengo que centrarme en mis prioridades…" murmuró. Alzando su katana, trazó un corte en el aire, y una ola de escarcha envolvió las armas que los aprisionaban. En segundos, las congeló por completo. "¡Retiraos! ¡Este tipo es mío!"
Con un chasquido, las espadas se rompieron en pedazos de hielo, liberando a Marco y los demás.
"¡Gracias, Yumeki!" exclamó nuestro protagonista, echando a correr hacia la cadena. En un salto ágil, alcanzó el primer eslabón.
"¡Dale un puñetazo de mi parte!" añadió Ashley, levantándose con un kip up.
"¡No pierdas! ¡Eres nuestro orgullo nacional!" sonrió Keipi, escalando con los demás.
Las palabras de su amor secreto lograron lo imposible: arrancar una sonrisa a Yumeki en medio del combate. Pero la tregua emocional fue breve.
"No tienes tiempo para sonreír", gruñó Xiphos, lanzándose de nuevo al ataque.
La espadachina desvió su embestida, y sus filos chocaron una vez más.
"Lo siento, pero…" respondió ella, sus ojos fijos en los del apóstol, "yo sí tengo tiempo para permitirme ser feliz."
Entonces, desde el suelo, emergió un pilar de hielo que se alzó como una lanza afilada. Impactó de lleno en el estómago de Xiphos, lanzándolo hacia atrás con violencia, mientras una nube densa de polvo se elevaba tras él.
Sin embargo, antes de que la bruma se disipara por completo, su silueta volvió a aparecer. Se incorporó de golpe y se lanzó como un proyectil hacia Yumeki, empuñando ambas espadas con fiereza. Ella no dio un solo paso atrás. Se impulsó al frente con determinación, el hielo brillando en su katana, y en medio del aire, sus aceros colisionaron una vez más en un estallido de chispas y presión.
Cada impacto resonaba con la fuerza de una tormenta. La espadachina atacaba con cortes precisos, refinados y rápidos, mientras que el apostol respondía con un estilo errático, violento, imposible de predecir. La tensión entre sus filos era tan intensa que el aire mismo parecía cortarse.
Pero Yumeki sabía que no podían mantener ese ritmo eternamente. Concentró su energía, cubrió su espada con una capa de hielo gélido y liberó un gigantesco águila cristalina que surcó el cielo y embistió al apóstol como un misil.
Xiphos cayó de nuevo con fuerza, pero logró clavar las palmas antes del impacto y transformó la caída en un giro ágil. Se reincorporó de un salto, con los ojos inyectados en rabia. Al alzar la mirada, vio a su contrincante danzar en el aire, esculpiendo con su katana cientos de aves gélidas que descendieron sobre él como una lluvia de cuchillas congeladas.
Sin inmutarse, el apóstol sacó una pequeña botella del interior de su chaleco, la destapó con los dientes, bebió el contenido de un solo trago y dejó que el envase cayera al suelo sin mirarlo siquiera. La sustancia recorría ya sus venas, volviendo sus movimientos aún más erráticos y peligrosos.
Justo antes de que los proyectiles cayeran sobre él, su cuerpo se convirtió en un torbellino acrobático: saltos imposibles, volteretas en las paredes derruidas, estocadas veloces para desviar las aves heladas. Xiphos era ahora una sombra indomable entre los restos de la ciudad.
Pero Yumeki ya había aterrizado. Con ambos pies firmes sobre el suelo, cargó su espada con magia helada, formando un gigantesco filo glacial que recordaba a un taladro colosal. Sin titubear, lo lanzó hacia adelante como si quisiera taladrar el mismísimo campo de batalla.
El apostol cruzó sus espadas al frente, bloqueando el impacto del gigantesco taladro de hielo. Aunque logró detener el golpe, la fuerza fue tal que su cuerpo salió despedido por los aires, girando sin control.
"¡Eres mío!" pensó Yumeki, impulsándose tras él con Frost en su mano, lista para rematarlo.
El apóstol estaba suspendido en el aire, desestabilizado por la colisión, sus manos aún hacia atrás por el retroceso del choque. Bajo los efectos del alcohol, parecía vulnerable. Nuestra espadachina vio la apertura perfecta, una oportunidad de oro para acabar con el combate de un solo tajo.
Pero Xiphos no era moco de pavo.
Justo cuando la estocada se aproximaba hacia él, dos espadas emergieron de la nada y, con una agilidad desconcertante, las atrapó con los pies, bloqueando el golpe en pleno vuelo.
"¿C-Cómo...?" murmuró Yumeki, con los ojos muy abiertos.
"¡No me subestimes, muchacha!" rugió él, girando en el aire para recuperar la postura. Las cuatro espadas apuntaban ahora directamente hacia ella. "¡Mi cuerpo se vuelve más letal cuanto más alcohol corre por mis venas!"
Un aura densa y vibrante recorrió el filo de sus armas. En un destello de energía, disparó desde ellas un rayo cuádruple de poder concentrado que impactó de lleno en Yumeki, arrojándola violentamente al suelo. La explosión levantó una nube de polvo que oscureció el campo de batalla.
"¡¿Qué te pareció eso?!" gritó Xiphos con arrogancia, descendiendo lentamente.
Pero entonces, una figura colosal emergió de la humareda.
Un oso de hielo, tallado con precisión mágica, rugió al aparecer. Su zarpa gigantesca impactó brutalmente contra el cuerpo del apóstol, destrozando sus espadas al contacto y enviándolo también al suelo, como si fuera una muñeca rota.
Desde el interior del polvo aún flotante, la voz de Yumeki resonó, firme pero jadeante: "Me pareció... que no deberías subestimarme..." Un hilo de sangre le recorría la frente, pero su mirada seguía tan fría como su magia.
Xiphos yacía tendido en el suelo, con la mirada fija en el cielo cubierto de demonios. El dolor físico era real, pero más lo era el peso del pasado que ahora lo asaltaba sin piedad. Poco a poco, su mente se desvió hacia recuerdos lejanos, hacia los días en que no era un apóstol de la Iglesia, sino un guerrero… una leyenda bélica de Akitazawa.
Muchos años atrás, su verdadero nombre era Haruto. Era uno de los mayores prodigios que su nación había visto, un joven espadachín que, antes de cumplir los veinte, ya había conquistado un arma mítica y dominado las artes más puras de la esgrima akitazawense.
Por sus hazañas, fue enviado a apoyar al gobierno imperial en las guerras revolucionarias que estallaron hace más de cincuenta años. Allí, Haruto se convirtió en un símbolo. Sus habilidades lo elevaron por encima del resto, y pronto fue considerado una leyenda viviente, el orgullo nacional de Akitazawa.
Pero con los años, la gloria se tornó ceniza.
En una de las campañas más decisivas, el ejército descubrió la ubicación de uno de los líderes rebeldes más peligrosos. Haruto y su escuadrón recibieron la orden de acabar con él. La misión fue rápida: encontraron al revolucionario junto a su esposa y sus tres hijos. El hombre, al verse rodeado, se rindió sin resistencia, y el futuro apostol lo ejecutó de un solo tajo, sin hacerle sufrir.
Creía haber cumplido. Pero entonces llegó la segunda orden.
Sus superiores exigieron que también eliminara a la familia del rebelde. Haruto quedó paralizado. No quería manchar su espada con sangre inocente. Pero la presión, el miedo a ser considerado traidor, y su obediencia ciega a la cadena de mando acabaron pesando más.
Con lágrimas en los ojos, ignorando los gritos de piedad, Haruto decapitó a los cuatro. Uno por uno.
Aquel acto lo destrozó. Su espíritu se quebró. Su cuerpo se volvió débil. Desertó del ejército poco después, esperando que su patria lo recibiera con compasión por todo lo que había sacrificado.
Pero Akitazawa no le ofreció consuelo. Al contrario. Al regresar, descubrió que su estatua había sido demolida. Su nombre ya no era leyenda, sino sinónimo de traición. Se convirtió en un paria. Una vergüenza nacional.
Entonces, Haruto simplemente… huyó. Se alejó de todo, intentando escapar del juicio silencioso de los ojos de aquellos niños que lo visitaban cada noche en sus sueños. Pero no importaba cuánto corriera. Estaban siempre allí.
Y así encontró su consuelo en el alcohol.
Bebía para olvidar. Tanto, que acabó olvidando incluso el nombre de su espada y del kami que había despertado con ella. Enterró su identidad en un pozo sin fondo, ahogándose en cada trago.
Hasta que Aspasia lo encontró.
Estaba tirado en la calle, buscando monedas para otra botella, cuando la suma sacerdotisa se acercó. No lo juzgó. No le preguntó. Le ofreció un lugar. Le habló del perdón de Yumeith. Le dio un nuevo hogar, una nueva identidad… una nueva razón para vivir.
Desde entonces, Haruto dejó de existir.
Había muerto el hombre.
Nació el apóstol.
Nació Xiphos.
______________________________
Presente.
Aquel pasado le atravesó la mente en apenas diez segundos, pero fue tiempo suficiente para recuperar el recuerdo que más necesitaba en ese instante… el nombre de su espada. El verdadero nombre.
"Oh... Cuántos años sin saber cómo llamarte", murmuró, alzando el arma que aún sostenía con fuerza. "Velikaya."
Apenas pronunció el nombre, el filo comenzó a brillar. No era una espada común: era el arma mítica Velikaya, la Reina de la Guerra, portadora de la habilidad única de multiplicar aquello que su dueño deseara.
"Y a ti también te he echado de menos...", dijo con una voz cargada de solemnidad mientras se incorporaba, “mi querido Kami... Kakeru.”
De pronto, una grieta se abrió en el cielo con un sonido rasgado, antinatural. De ella emergieron cientos de brazos delgados, etéreos, que descendieron lentamente para envolver el cuerpo del apóstol como si lo reconocieran. Como si lo reclamaran.
"¡No puede ser...!" exclamó Yumeki, retrocediendo un paso. "¡Eso es...!"
"¡MANIFESTACIÓN DEL KAMI... CINCUENTA POR CIENTO!" gritó Xiphos, con un rugido que estremeció los escombros a su alrededor.
Cuando un portador alcanza cierto grado de sincronización con su kami, es capaz de manifestarlo parcialmente, adoptando una forma elevada de sí mismo: una versión más poderosa, más despiadada... más letal.
Y lo que emergió de aquella transformación fue un Xiphos renacido.
El pantalón blanco contrastaba con su torso desnudo, cubierto de marcas luminosas que recorrían su piel en una sinfonía de colores brillando bajo el sol. De su espalda emergían ocho brazos, cada uno empuñando una réplica perfecta de Velikaya, y sobre su cabeza flotaba una aureola dorada con alas abiertas, como una corona celestial.
"¡Kakeru y Velikaya... forma manifestada!" declaró el apóstol con voz solemne, mientras una presión abrumadora caía sobre el campo de batalla como una tormenta implacable.
Continuará…
No hay comentarios:
Publicar un comentario