Al comienzo de su historia, Aspasia no era más que una jovencita nacida en un barrio pobre, sin aspiraciones más allá de sobrevivir un día tras otro. Sus creencias eran prácticamente nulas. No lograba entender cómo, si de verdad existía una figura todopoderosa que velaba por ellos, permitía que la miseria y el hambre azotaran con tanta crueldad a los suyos. Esa contradicción le resultaba insoportable.
Por ello, cada vez que veía a los niños de su edad correr con entusiasmo hacia la pequeña iglesia del pueblo, ella torcía el gesto con una mueca de rechazo. Para Aspasia, no había nada justo en aquel mundo, y las plegarias no eran más que falacias. Su corazón se cerraba cada vez que oía sonar las campanas que para los demás significaban esperanza.
Sus padres, comprensivos con aquella postura, trataban de insistirle igualmente en que acudiera a misa. No lo hacían por devoción, sino porque querían que su hija tuviera amigos, que no creciera aislada. Pero ella se mantenía firme, fiel a sus ideales, negándose una y otra vez.
A pesar de esa rebeldía, Aspasia no era una mala persona. Era una hija cariñosa, una compañera respetuosa, siempre dispuesta a ayudar a quien lo necesitara. Su bondad nacía del corazón y no de la fe. Si alguien tropezaba, ella era la primera en tender la mano; si alguien sufría, no dudaba en ofrecer consuelo. Simplemente, no congeniaba con la religión ni con lo que ella representaba.
Todo cambió en la adolescencia. Cuando comenzó el instituto, la tragedia golpeó su vida sin aviso: su madre enfermó gravemente por causas desconocidas. Ningún médico era capaz de determinar la naturaleza de aquella dolencia, aunque todos coincidían en que parecía mortal.
La magia de curación estaba, en aquellos años, casi monopolizada por intereses comerciales, y los tratamientos costaban fortunas que solo las familias acomodadas podían permitirse. Aspasia y su padre, sin un solo recurso, se encontraron sin opciones. Cada día que pasaba, la mujer se debilitaba más: perdió todo su cabello, su piel se volvió cenicienta y aquella sonrisa radiante que iluminaba su hogar se extinguió lentamente.
Desesperada, la joven buscó ayuda en todas partes. Preguntó a sus vecinos, imploró a compañeros de clase, pero nadie conocía a un sanador dispuesto a intervenir. Solo obtuvo un consejo sencillo, casi ingenuo: que lo pidiera en la iglesia, que rogara a Yumeith un milagro. Aspasia se burló al principio, con la misma expresión de desdén que había usado toda su vida. Pero esa misma tarde, cuando visitó a su madre en el hospital y la encontró postrada, conectada a máquinas y apenas consciente, algo dentro de ella se quebró.
Tragándose el orgullo, salió corriendo hacia la iglesia que tanto había despreciado. Allí, frente a la estatua de Yumeith, cayó de rodillas. Las lágrimas brotaron sin contención. Rezó, pidió perdón por haberse mantenido alejada, prometió que, si su madre sanaba, se volvería la más devota de todas.
Pasaron los minutos. El silencio del templo se mantuvo imperturbable. No hubo voz divina, ni destello milagroso. Aspasia sollozó, convencida de que solo había desperdiciado su tiempo en una fantasía infantil. Susurró con amargura: "Tan solo era una tontería más… es imposible que ocurra un milagro."
Se levantó con torpeza, pero tropezó y cayó de bruces contra el suelo de piedra. El golpe le abrió la nariz, y la sangre comenzó a manar mientras ella se quejaba entre dientes.
"¡¿Estás bien?!" exclamó una voz masculina.
Aspasia levantó la vista y vio a un hombre de mediana edad acercarse a toda prisa.
"Sí, claro… solo ha sido un golpe." respondió, intentando sonar firme.
"Seguro que te has hecho daño, jovencita. Deja que te examine." dijo el hombre con tono sereno, apartándole la mano con cuidado. Entonces, una cálida luz dorada brotó de su palma y comenzó a sanar la herida en cuestión de segundos.
Aspasia abrió los ojos de par en par. Frente a ella había un mago sanador, justo cuando más lo necesitaba.
"¿Q-Quién eres?" preguntó con un hilo de voz.
"Soy el nuevo párroco de esta iglesia, encantado." respondió el hombre, dibujando una sonrisa mientras la curaba.
La joven, entre sollozos, giró la vista hacia la estatua de Yumeith. Y entonces, por primera vez, lloró de alegría. No podía ser casualidad: aquel encuentro había sido respuesta a sus plegarias. En lo más profundo de su corazón, supo que acababa de presenciar un milagro.
Entre lágrimas, Aspasia le pidió un favor al párroco. Él, conmovido por aquella súplica desesperada, decidió ayudarla sin dudarlo. Fueron dos días y dos noches de agotadora vigilia, en los que el sanador apenas cerró los ojos. Finalmente, con una tenacidad admirable y un poder sagrado que parecía inquebrantable, logró extraer del cuerpo de la madre de Aspasia aquella enfermedad oscura e inexplicable que la estaba consumiendo. Cuando todo terminó, le aseguró que tanto el cabello como el color de piel irían recuperándose poco a poco, con paciencia y cuidados.
Aquel milagro, ocurrido en el último momento, cambió por completo la vida de Aspasia. Lo que antes había sido una joven incrédula, ahora se convirtió en una devota ferviente. No faltó un solo día a misa. Estudiaba teología con un hambre desmedida, como si las páginas de los libros fuesen el único alimento capaz de calmar su espíritu. Su meta no era pequeña: quería convertirse en una de las figuras papales que representaran la obra de Yumeith en el mundo. Para ella, era el único modo de saldar la deuda que sentía pesar sobre sus hombros.
Su disciplina fue absoluta. Pasó años internada en un convento, dedicando su adolescencia y juventud entera al estudio y la oración. Con la llegada de su veintena, ingresó en la iglesia de Accuasancta, donde su talento, valores y cualidades como docente brillaron con fuerza. La ascendieron rápidamente, y con apenas treinta y dos años alcanzó la posición más alta: fue nombrada suma sacerdotisa de Yumeith.
Había logrado su meta, sí, pero el vacío en su interior seguía presente. La deuda no se había desvanecido. Sentía que todavía debía hacer más, y esa sensación de insuficiencia la empujó a un nuevo camino: recorrer el mundo repartiendo misas espirituales, ayudando a comunidades pobres, predicando a quienes habían perdido la esperanza. Era su manera de salvar a otros de la desesperación que ella misma había conocido.
Movida por esa misma fe, también quiso traer al mundo a hijos que pudieran crecer bajo la guía de Yumeith. Mediante fecundación in vitro, dio a luz a ocho niños. Su intención era noble: criarlos con amor y educarlos en la fe. Sin embargo, su obsesión la devoraba por dentro. Por mucho que hiciera, nunca era suficiente. Su corazón se hundía cada vez más en un bucle de locura. En su afán de servir a Yumeith, comenzó a dejar de lado incluso a sus propios hijos, dedicándose más a la iglesia que al calor de su familia.
Ese abandono pronto tuvo consecuencias. Los niños crecieron sintiéndose olvidados y rechazaron la fe que su madre intentaba imponer. Poco a poco se alejaron de ella, evitando cualquier contacto. La tragedia, sin embargo, volvió a golpear la familia: cuatro de los hijos enfermaron con la misma dolencia que antaño había consumido a su abuela. Aspasia, cegada por la obsesión, no los ayudó. Convencida de que habían traicionado a la fe, los dejó sufrir la enfermedad sin remedio alguno.
Aquella decisión cruel marcó un antes y un después. Los demás hijos rompieron todo lazo con ella, incapaces de perdonar semejante acto. Todos… salvo una. Anaxandra. La muchacha creía de corazón que su madre aún tenía bondad, que podía redimirse. Incluso habiendo visto morir a sus hermanos, mantenía la esperanza de que, en el fondo, aún había luz en lo más profundo de su madre.
Cuando Aspasia notó que su hija comenzaba a interesarse por la fe, vio en ella a una sucesora prometedora, alguien capaz de seguir su legado y de cargar, en su lugar, con la deuda de Yumeith. Por primera vez en mucho tiempo, trató a Anaxandra con verdadero afecto, reconociéndola como lo que era.
Pero todo cambió con la llegada de una misteriosa persona. Una noche, Aspasia se reunió en privado con él en su despacho. Solo Thanatos, su guardián más cercano y apóstol más poderoso, estaba al tanto de aquel encuentro por si algo ocurría. El desconocido no tardó en pronunciar las palabras que encendieron la chispa final en su mente ya atormentada:
"Tu deuda puede ser saldada, si resucitas a Yumeith usando el Nuevo Testamento."
Ese instante selló su destino. La locura que había crecido en silencio durante tantos años estalló sin control. Y desde entonces, Aspasia se entregó de lleno a aquel oscuro propósito, el mismo que la ha llevado a ser lo que conocemos hoy.
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Presente.
Aspasia, rejuvenecida y envuelta en un aura casi irreal, continuaba caminando por aquella sala mientras su mente repasaba, paso a paso, los recuerdos de toda su vida. Cada zancada resonaba contra el mármol, cargada de solemnidad, hasta que se detuvo frente al núcleo del Nuevo Testamento.
"Aquel chaval me dio la solución que tanto necesitaba... y estoy muy cerca de conseguir que Yumeith reaparezca al ver el caos que hay en el mundo que tanto ha amado." murmuró con una voz templada, impregnada de fe fanática. Luego, un destello de dureza cruzó su mirada, y añadió con un deje venenoso: "Sin embargo... primero tengo que encargarme de todo aquel que quiera destrozar mi sueño. ¿Verdad, rata escurridiza?"
Con un giro elegante pero cargado de tensión, Aspasia dirigió su atención hacia el boquete de la pared. Allí, suspendido en el aire y cubierto con su fuego azulado, Marco la observaba con una furia incandescente.
"Parece que es hora del segundo asalto, ¿No crees?" sonrió nuestro protagonista.
"No sé cómo te has liberado de la maldición de putrefacción, pero... eso no significa que puedas cantar victoria aún... ¡Jovencito!" exclamó Aspasia, esta vez con una sonrisa amplia, casi macabra, mientras su voz retumbaba en el recinto como un eco sagrado y siniestro al mismo tiempo.
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Cerca del barco destruido.
Anaxandra seguía sostenida por las magas potenciadoras, que, gracias al impulso renovador de Nicole, habían recuperado energías suficientes para mantener la telepatía al máximo rendimiento. La joven, con el rostro perlado de sudor pero la voz firme en la mente de todos, lanzó un mensaje cargado de esperanza.
"¡Buenas noticias! ¡Uno de nuestros aliados ha confirmado que Ashley ha derrotado a Kinaidos! ¡Eso significa que solo nos quedan Thanatos y Aspasia! ¡Podemos hacerlo, chicos, podemos ganar esta guerra!" proclamó, su voz mental vibrando con una intensidad que hacía latir más fuerte los corazones de sus compañeros.
En ese mismo instante en el que la esperanza florecía, un par de ojos se abrieron lentamente.
Theo, tendido aún en el suelo, parpadeó varias veces, viendo el mundo a su alrededor como si estuviera sumergido en un sueño. La visión era borrosa, sus sentidos apenas respondían, pero la sensación de estar ahí, de volver, lo atravesó como un rayo.
"¿E-Estoy... vivo?" se preguntó en un pensamiento confuso, con la respiración entrecortada y el corazón martillando en su pecho.
Continuará...
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