Melchor, hijo del falso emperador Gaspar, había invocado al apóstol Sophia en su despacho.
“Entonces dime…” dijo con calma, sus ojos brillando con un matiz burlón. “¿Has completado tu objetivo, Carmelo?… O quizá debería llamarte como lo hacía aquella anciana decrépita… Sophia.”
“¿Qui-… quiénes sois?” balbuceó el hombre, aterrado.
“¿C-… cómo? No entiendo nada. ¿Por qué dices todas esas cosas?”
“Sí, mi señor.” no titubeó. “Nuestro verdadero objetivo era eliminar a la portadora de la Biblioteca de Horacio. Su habilidad de ver futuros interfiere con los planes de mi maestro. Tú fuiste escogido porque tu magia de la mentira era perfecta para suplantar al apóstol. Mataste al verdadero y usurpaste su identidad. Después, para no levantar sospechas, borraste tus propios recuerdos con otra mentira. Pero conservaste una idea fija: matar a Morgana.”
Melchor se levantó con calma, se plantó frente a él y le puso un dedo en la frente. Una onda oscura le recorrió el cráneo, destrozando su ilusión.
“¡Dios mío…!” gritó Sophia, cayendo de rodillas mientras los recuerdos borrados regresaban en un pestañeo. “¡Es cierto! ¡Yo no soy un apóstol de verdad! Hice todo lo posible por matar a Morgana, pero fallé… ¡Sin embargo estoy seguro de que murió al sacrificarse! ¡Señor Melchor, por favor, perdóneme la vida!”
“Se-… señor Melchor…” gimió Sophia, empapado en sudor y orina, mientras la sangre le brotaba por los ojos. “P-perdóneme…”
“Mira que te lo puse fácil, Carmelo.” La voz del hijo del emperador sonaba decepcionada. Levantó el brazo, alzando a su víctima como un muñeco. “Yo llamé con mi propia voz a un usuario dimensional y lo seduje para que se reuniera con la sacerdotisa y activara la reliquia. Yo mismo hablé con Aspasia sobre el Nuevo Testamento, orquestando cada detalle para que lo usara y captara la atención de Morgana. Todo era un simple plan para acabar con Horacio de una vez por todas. Y aún así… fallaste.”
La presión aumentó. La piel se resquebrajó. El cráneo comenzó a hundirse bajo sus dedos.
“¿P-por qué tanta obsesión con matarla…?” fueron las últimas palabras de Sophia.
Un crujido seco. La cabeza explotó en pedazos.
Averno levantó una capa de hielo para protegerse de la lluvia de sangre y huesos. Después, con un gesto, la deshizo como si nada hubiera pasado.
“¿Era necesario matarlo?” preguntó Averno, deshaciendo con un gesto la capa de hielo que aún lo protegía. “Al fin y al cabo, su magia era bastante rara… a la par de útil.”
Melchor volvió a sentarse, limpió la sangre de sus manos y rostro con una toalla y apoyó el codo en el brazo de la silla, tranquilo como si estuviera quitándose una mancha vieja de la ropa.
“No necesitamos a alguien tan inútil,” respondió con frialdad. “Tuvo tiempo de sobra para hacer algo sencillo y falló estrepitosamente. Ni siquiera averiguó quién es la persona que sucedió a Morgana.”
“Con nuestra red de información lo averiguaremos tarde o temprano,” replicó Averno. “¿Quieres que active algunas de las unidades especiales bajo tu mando?”
Melchor chasqueó los dedos, aprobando. En ese instante, en el centro de la sala apareció una figura: Rin Pikaria, hermana mayor de Keipi, arrodillándose al instante. Un tatuaje con un dos romano —«II»— se asomaba en su cuello.
“¿Qué desea, señor Melchor?” preguntó, con voz firme pero sumisa.
El hijo del emperador se limpió las manos una última vez y habló sin levantar la mirada. “Querida Rin. Tengo trabajo para vosotros, los ejecutadores también conocidos como —los Totengräber. Quiero que encontréis al nuevo portador de la Biblioteca de Horacio y lo llevéis al Der Fliegende, vuestro castillo en el océano. Quiero que allí sea ejecutado públicamente.”
Rin vaciló apenas, midiendo la respuesta. “Entendido, señor. Pero… ¿cómo convenceremos al público para que apoye la muerte de un portador de deidad?”
“No te preocupes por eso, pequeña.” Melchor sonrió con calma. “Yo me encargaré de la propaganda. Difundiremos la información que haga falta para ganar la aprobación popular cuando llegue el momento.”
Averno asintió con malicia. “Será fácil difundir falacias si el pueblo ya está predispuesto a creérselas.”
“Entendido señor, informaré al director Bucanor y al resto de los Totengräber.” Rin se puso en pie, lista para marcharse.
“Te lo encargo.” el hijo del emperador chasqueó los dedos y la devolvió a su ubicación original, como quien recoloca una pieza en un tablero.
Se levantó, abrió la ventana tras él y cruzó los brazos detrás de la espalda, mirando el cielo oscuro del exterior.
“Averno,” dijo al fin, sin girarse, “¿crees que conseguiremos nuestro objetivo?”
"¡Pues claro, señor Melchor!” dijo Averno, inclinándose y arrodillándose con respeto.
El joven sonrió con cierta ironía. “Oye… ya no hay nadie aquí. Puedes llamarme por mi verdadero nombre.”
El soldado alzó la vista, asintiendo con gravedad. “¡Es verdad, discúlpeme… su señor Yumeith!”
La luz de las lámparas se reflejó en la cristalera mientras Yumeith apoyaba una mano sobre ella. Su rostro se endureció, y su voz se tornó grave, cargada de un resentimiento antiguo.
“¿Sabes qué es lo más irónico, Averno? Pasé siglos atrapado en las entrañas del planeta, encerrado en un sello que drenaba mi poder hasta dejarme reducido a casi nada. Me convertí en un prisionero impotente… una sombra de lo que fui. Y mientras tanto, en la superficie, la gente me veneraba como a un mesías. A mí… a alguien que jamás quiso salvar este mundo, sino destruirlo.”
Hizo una pausa, recordando con una sonrisa amarga.
“Cuando por fin conseguí liberarme, no fue gracias a fuerza alguna, sino a la erosión del tiempo. El sello, tras cientos de años, se debilitó lo suficiente para que pudiera escapar. Sin embargo, aún sin poder, vagaba como un espectro. Cada paso era un recordatorio de mi fracaso. Durante ese vagar, descubrí que mi magia se regeneraba lentamente… un hilo tenue, pero constante.”
Giró la cabeza hacia Averno, sus ojos ardían con un brillo antinatural.
“Y entonces lo comprendí. En Centhyria, mi poder se restauraba con mayor rapidez. Las líneas ley de este planeta están alineadas con mi esencia en este lugar, como si la tierra misma me reconociera como suyo." Sonrió con malicia, como si saboreara cada palabra.
“El emperador Gaspar era un hombre influyente… pero débil. Un cobarde sin legado, incapaz siquiera de formar una familia. Nadie sospecharía de él, porque no había nada que heredar. Así que yo mismo me convertí en lo que él nunca tuvo: su hijo. Moldeé una identidad falsa con mi magia y la reforcé con intrigas políticas, hasta que todos aceptaron que Melchor había nacido de su sangre.”
Alzó la mano manchada de sangre seca —la que minutos antes había usado para aplastar la cabeza de Sophia— y la contempló con frialdad.
“¡Y lo hará, señor! ¡Los Totengräber lo conseguirán!” animó Averno, firme.
“Eso espero.” Yumeith suspiró, mirando al vacío. “Últimamente los soldados de este ejército no dejan de decepcionarme.” Hizo una pausa y clavó la mirada en su soldado. “Tú, sin embargo, fuiste de los pocos que soportaron mi entrenamiento y te convertiste en un portento bélico.”
El joven de pelo plateado asintió con orgullo contenido. “Estoy seguro de que habrá más como yo. Aquella novata sorprendente que superó todas las pruebas a la primera, Celia o el anciano de Akitazawa con sus dos armas míticas… ellos dos podrían superar su entrenamiento y unirse a nosotros. Hasta creo que serían capaces de guardar tu secreto y formarían la base de un nuevo cuerpo militar bajo tu estandarte.”
“Un nuevo grupo militar…” Yumeith musitó la frase como quien prueba un nombre. Luego esbozó una sonrisa fría. “No suena nada mal. Quizá ya va siendo hora de elegir a mis guerreros y forjarlos para no volver a sentirme defraudado.”
Con esa idea clavada en la mente, nuestro antagonista principal alzó la barbilla y comenzó a mover ficha.
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Continuará en la Tercera Saga: La Biblioteca de Horacio.
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